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Opinión

Las fases del miedo

— Alan Stummvoll - Lucio Guberman

SÁBADO 11 DE ABRIL DE 2020

El miedo es una emoción colectiva, un asunto de muchos pletórico en matices que pueden ser activados en favor de la comunicación de gobierno pero que entrañan altos riesgos de infección pandémica.

El miedo es una parte significativa de nuestra emocionalidad colectiva. Sentimos un vínculo que nos une a los demás, un escalofrío que se esparce y nos amenaza con fragmentarnos en nuestros confinamientos para hundirnos en la angustia. En palabras de Paolo Virno (2003) “El miedo se sitúa en el interior de la comunidad, en sus formas de vida y de comunicación. La angustia hace en cambio su aparición en aquellos que se alejan de la comunidad de pertenencia de los hábitos compartidos de los juegos lingüísticos sabidos por todos, internándose en el vasto mundo” (Virno, 2003).

Angustia y miedo nos redimensionan el espacio y el tiempo, categorías de flujo permanente que nos siguen a donde vamos y que se entraman con los acontecimientos y definen si enfrentamos problemas públicos o privados, si estamos en comunidad o en soledad. El miedo como asunto público es capaz de gestar estímulos de persuasión que condicionan nuestra percepción, desencadenando decisiones y acciones que impactan en nuestro entorno cercano.

A la fuerza, descubrimos que la globalización es parte de nuestros micro-entornos. Un virus que nació en China, se propagó por Europa, y aterrizó en Argentina para despertar nuestros miedos y suspender nuestras relaciones sociales por un tiempo indeterminado. Entendemos que nadie está a salvo, ni los conocidos, ni los desconocidos, y sólo la distancia puede asegurar nuestra vida.

Hay entonces una dimensión en la cual espacio y miedo son indirectamente proporcionales. La intensidad del miedo aumenta cuando se acortan las distancias con los casos de Covid-19 de los que tomamos conocimiento. Podríamos postular la siguiente regla de peligrosidad: “a menos distancia del virus, mayor nivel de alarma”.

Simultáneamente, encontramos en el tiempo a otro elemento que altera las fases de nuestros miedos de forma proporcional directa. Mientras más extensa sea la presencia de una amenaza, y más larga la cuarentena, mayor será la ansiedad para que la misma termine. Inversamente, si el peligro se extingue en un instante, sólo la intensidad del daño determinará la dimensión de las secuelas, no la temporalidad. En este caso, el espacio y el tiempo se encuentran en relación directa, determinando diferentes fases del miedo al contagio, éstas son: susto, temor, pánico, terror y agobio.

Susto es el primer episodio de nuestros miedos. Es el primer cimbronazo que desnuda nuestra vulnerabilidad, y su efecto es instantáneo, fugaz e inesperado. Siempre tenemos pistas para evitarlo, pero nunca queremos verlas. Es claro, que la pandemia nos resultó indiferente hasta el 3 de marzo: día en el que se confirmó el primer caso en la Argentina. Ese acontecimiento puntual, fue el primer susto, la campana que nos avisó que la amenaza llegó a nuestro país, y que sin medidas se esparciría, rápidamente, por las provincias y las ciudades de nuestro territorio.

En cambio, el temor es la cuota justa de miedo para asegurar la obediencia de la población. Este es el marco, en el que el gobierno ejerce el poder para vigilar y castigar a los inadaptados que desafían su autoridad al violar la cuarentena social, preventiva y obligatoria. Lograr sostener la obediencia de la mayor parte de la población a lo largo del tiempo, depende de que el temor sea alimentado con ejemplos disuasivos. La cacería de “surfers” que se van de vacaciones en cuarentena, de “personal trainers” que golpean al portero de un edificio, o las estadísticas de autos incautados, retroalimentan un repudio masivo que justifica la intransigencia con quienes intenten burlar la ley.

En otra fase, la simbiosis entre la multiplicación de casos, y la sobreinformación, presente en las redes sociales y en los medios de comunicación, pueden derivar en la expansión del pánico en la población. Cada sujeto, absorbido por la angustia reinante en su domicilio, se convierte en productor, reproductor y/o consumidor de experiencias, recomendaciones, noticias o contenidos que pueden ser verdaderos o falsos. La autocomunicación de masas, esa “capacidad para enviar mensajes de muchos a muchos” (Castells, 2009), llegado este punto debe tomar sus precauciones, autocuidados. La comunicación se distorsiona, y el efecto involuntario de la anárquica circulación de información, refuerza el miedo en su versión de pánico y amenaza la racionalidad necesaria para conservar la calma en lo que se extienda la cuarentena obligatoria.

A medida que el aislamiento se prolonga, y que el espacio social se individualiza, el territorio se estatiza, a través de la gubernamentalización, y de los discursos de hermetismo solidario y de patriotismo multinivel. El distanciamiento también puede verse, en los municipios que intentan bloquear sus accesos, en las provincias que adormecen la circulación interna, y en los países que cierran sus fronteras. En este marco, las autoridades políticas recuperan una presencia que les venía siendo esquiva en un mundo en red. La circulación de mercaderías y personas se restringe a su mínima expresión, por el contrario, los mensajes proliferan. Así tuvimos hasta al presidente de la Nación argentina haciéndose eco de la infodemia y recomendando infusiones calientes porque el calor mataba al COVID-19.

En un punto de transición del pánico hacia el terror, aparecen episodios como el de las largas colas con amontonamiento de jubilados en las puertas de los bancos. De estos sucesos surge un mensaje preocupante: “no todo está bajo control”. Si bien, es verdad que no hay protocolos ensayados para enfrentar un problema inédito como el COVID-19, las fallas por errores pueden derivar en un comportamiento social contraproducente.

El terror es la fase que el gobierno está intentado evitar por todos sus medios. Un estado de parálisis absoluta, un lugar y tiempo de eterna desesperación, en el que el virus domina todas las situaciones posibles. Este, es el escenario en el que los gobiernos fracasan en la protección de su población, y esto es, nada más, ni nada menos, que lo que nos muestran las fotos de Italia, España y Estados Unidos. La impotencia ante el colapso de sus sistemas sanitarios, con pacientes en los pasillos, e insuficientes respiradores, llevan a estadísticas tenebrosas que paralizan las acciones de propios y ajenos. El vínculo social se distiende, el presente se desentiende del pasado, y el shock desdibuja el futuro.

Sin tiempo y sin espacio sobreviene el agobio. El agobio, es lo que queda luego de la pandemia, es decir, esa sensación de ansiedad o inquietud intensa provocada por una situación o dificultad que cuesta mucho superar”. Es el repliegue del espacio circundante sobre un sujeto que se siente aplastado, sofocado por la falta de lugar para moverse y sin otro tiempo que el presente. Ni el pasado ni el futuro llegan para reabrir las puertas a una realidad social. La batalla contra la pandemia, no sólo se libra en los hospitales, sino también, en la circulación de las palabras en el tiempo y el espacio. Como decíamos al inicio con Virno “el sentimiento en el cual convergen miedo y angustia es en estos momentos un asunto de muchos” (Virno, 2003).

Alan Stummboll. Licenciado en Ciencia Política (UNR) – Opinión Pública y Comunicación Política (FLACSO - Argentina)

Lucio Guberman. Consultor Político – Magíster en Ciencias Sociales (UBA) - Coordinó el Programa de Gobernabilidad y Gerencia Política (Corporación Andina de Fomento – George Washington University – UNR)

BIBLIOGRAFÍA: 

Castells, M. (2009). Comunicación y poder. Madrid: Alianza Editorial.

Virno, P. (2003). Gramática de la multitud: para un análisis de las formas de vida contemporáneas. Colihue.

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