Es innegable que somos materia, seres físicos que cumplen un ciclo biológico de vida. Células que se reproducen exponencialmente para crear un cuerpo material, en una danza química de apariencia caótica, pero con un objetivo determinado genéticamente. Lo que también es indiscutible es que somos materia asociada indefectiblemente a energía (o espíritu, o alma, o como se guste denominar) en incesante movimiento. Una energía en ocasiones no ligada a nuestra propia masa, capaz de aportar propiedades diversas a nuestro cuerpo y al entorno en el que éste interactúa, aunque se presente difícil de controlar escudada en su intangibilidad (y digo esto intentando no allanar campos ligados a conocimientos avanzados de la física que especulan con la teoría de que energía y materia son lo mismo, presentado de forma diferente). Somos, al fin y al cabo, un compendio perfecto de abstracción y concreción que nos hace maleables y particularmente complejos. Nos hace “ser”.
El materialista responde a un ser físico, visceral, de impulsos. Un parangón del hedonismo que busca la satisfacción del cuerpo y los sentidos en cada acto. El espiritual por el contrario intenta alejarse de las demandas del cuerpo, abstraerse en el interior de sí mismo, evaporar los pensamientos mundanos en busca de un conocimiento extraterrenal que le aporte satisfacción. Nos hallamos ante un aspecto existencial en el que la aplicación del equilibrio que rige todas y cada una de las cosas se hace sumamente significativa.
No se puede hacer caso omiso a las necesidades espirituales del ser, el trabajo y control energético pueden proporcionar herramientas fundamentales para un desarrollo satisfactorio de la vida, pues nos capacita para comprender los entresijos de nuestra mente, conocer la composición psicológica inmaterial de las relaciones sociales en la que interactuamos, e incluso nos permite un contacto directo con otras energías naturales que nos rodean y que son prácticamente improbables de percibir a simple vista.
Concomitantemente a la necesidad energética se sitúa la necesidad material. Experiencias físicas que someramente pueden aparentar carencia espiritual, pero que inconscientemente fluyen por el mismo cauce. Los placeres terrenales y de deleite sensorial como son la degustación, la comunicación, la pasión y disfrute sexual, el regocijo intelectual, el trabajo físico, el descanso, o el más puro entretenimiento audiovisual, entre otros tantos, son elementos que completan nuestra necesidad de ser, alentados por la química inmediata que promueve nuestro cerebro primitivo, y que integrados con la búsqueda de satisfacción espiritual nos realizan plenamente.
Con esto quiero de algún modo transmitir, que tanto aquel asceta espiritual (pretendido o sentido) que se evade del mundo material que lo rodea, como el materialista integral que niega la evidencia espiritual (o de cualquier cosa que vaya mas allá de lo que puedan comprar sus esfuerzos), deberían quizás replantearse las directrices y cursos existenciales, y enriquecer de forma más amplia la experiencia del espectro vital que la propia existencia les ofrece.
El pájaro
No quiero ser la intangible nube que solloza anhelando la tierra,
Ni el enraizado árbol que crece alto hacia la gris bóveda que lo riega.
Quiero ser el pájaro que vuela alegre,
Del suelo que lo alimenta, al cielo que lo hace ser libre.
Por Emanuel Nicolás Godoy Camacho, oyente de LT9 y lector de www.lt9.com.ar desde Munich - Alemania