Es común abordar la discusión sobre la competitividad de nuestra industria nacional enfocando aspectos físicos o económicos sin considerar el impacto social de la misma. En efecto, se pueden leer numerosos artículos con índices de competitividad sistémica, costos de logística, eficiencias productivas, nuevas tecnologías, Industria 4.0, etc. Pero no es tan común considerar el impacto social que tiene la actividad industrial sobre el territorio, los pueblos y ciudades, la cultura de las familias y de las comunidades y, en general, lo que podemos englobar como el “desarrollo social”.
Educación e Industria
Si repasamos nuestra historia y la de nuestros países vecinos desde las postrimerías del siglo XIX hasta hoy, veremos que –a grandes rasgos- hubo dos factores críticos que marcaron la evolución (o involución) de los países latinoamericanos: su nivel de educación y su proceso de industrialización. En nuestro país ambos factores resultaron gravitantes.
Argentina fue el primer país de América en establecer la educación primaria, secundaria y universitaria totalmente gratuita, obligatoria y de calidad, lo que nos llevó como país a contar con científicos e intelectuales reconocidos mundialmente (5 premios Nobel), además de un 99,13% (1) de alfabetización, uno de los índices más altos del continente. Así fue como generaciones de inmigrantes que habían huido de una Europa en conflicto junto a los ya residentes en el país vieron, década tras década, que sus hijos accedían a mejores niveles de educación que sus padres. “Mi hijo el dotor” fue el orgulloso mensaje de miles de trabajadores cuando les avisaban a sus amigos que sus hijos se habían recibido en la Facultad de Medicina o Derecho. Lo mismo sucedió con el resto de las 55 universidades públicas nacionales y 49 privadas diseminadas por todo el país.
En forma concomitante, el fuerte proceso de industrialización que comenzó a mitad del siglo XX generó un círculo virtuoso de crecimiento que redujo el desempleo y la pobreza, mejoró sustancialmente la distribución del ingreso y le permitió a millones de argentinos ir progresando desde la bicicleta a la moto, luego al auto y/o a la compra del terreno para, al fin, cumplir el sueño de tener casa propia, a la vez que podían mandar a sus hijos a la escuela primaria, secundaria o a la universidad. No fue solo crecimiento económico, sino desarrollo social.
Clase media
A partir de mediados del siglo pasado, al mismo tiempo que aumentaban el nivel de educación y el progreso económico, se fue desarrollando una inmensa clase media en Argentina, clase media que no existió (ni existe) en la misma proporción en otros países de la región. Solo Brasil comparte con nosotros un desarrollo educativo (más tardío que el nuestro) y un proceso industrializador potente y continuado en el tiempo, lo que le permitió también el desarrollo de una clase media importante.
Si observamos con atención, en el resto de nuestros vecinos el peso relativo de la clase media es infinitamente menor, aun cuando en muchos casos puedan ostentar índices de crecimiento económico mayor. No es casualidad esa relación entre una menor clase media y baja o nula industrialización, sumada a una educación pobre o solo para élites.
Crecimiento no es lo mismo que desarrollo
Y el hecho de que hoy solamente Argentina y Brasil cuenten con una clase media importante a pesar de que otros países hayan tenido igual o mayor crecimiento de sus economías no es muy difícil de explicar, porque un incremento del Producto Bruto Interno per se no garantiza que la mayor riqueza generada se distribuya mejor, ni que esos beneficios sean perdurables.
Para que eso suceda el proceso de acumulación de riqueza debe ser virtuoso y sustentable. Para ser virtuoso, el crecimiento económico debe promover el desarrollo social (mejor educación, reducción de la pobreza y mejora en la distribución del ingreso). Y para ser sustentable, el proceso de crecimiento se debe basar en un modelo de país que perdure en el tiempo a través de los distintos gobiernos que se sucedan.
La Industria, herramienta de inclusión
Y es aquí donde entra la industria como factor movilizador y de inclusión social. No se trata de la falsa dicotomía industria o campo, sino industria más el campo. Argentina no tiene futuro sin la industrialización de su aparato productivo. Exportar productos de bajo valor agregado puede brindar oportunidades a 17 millones de habitantes, pero no a los 45 millones de argentinos. Necesitamos, como país, complejizar nuestra estructura de producción enlazando cadenas de valor.
Si se agregan progresivamente niveles de innovación e industrialización a lo que producimos en el país, iremos pasando de productos de menor valor agregado a productos de mayor valor agregado. Ese proceso industrializador creará más riqueza para todos, generará empleos genuinos que requerirán más calificación, esos empleos demandarán mejores remuneraciones que también mejorarán la distribución de la riqueza, lo que también será un estímulo al consumo de bienes y servicios en el mercado interno (base para desarrollar a largo plazo las exportaciones), lo que derramará crecimiento económico hacia otros sectores, los que demandarán más producción reiniciando el proceso de crecimiento en espiral ascendente, conformando un círculo virtuoso de acumulación de riqueza.
Modelo productivo
Ese proceso de industrialización virtuoso es muy difícil que se dé en forma natural, por las fuerzas del mercado y el poder de las corporaciones monopólicas u oligopólicas. Por el contrario, se requiere de una inteligente y direccionada intervención del Estado interactuando donde y cuando sea necesario con el sector privado, coordinando la política cambiaria y la administración del comercio exterior; mejorando la infraestructura productiva; incentivando a través del sistema tributario la innovación tecnológica, la creación de valor y empleo nacional y orientando los flujos de capitales hacia el financiamiento productivo, todo ello en función de un “modelo productivo” nacional, modelo que debería ser el eje estratégico a largo plazo.
Competitividad social
Es claro el rol de la industria como herramienta de inclusión social. Sin embargo, es frecuente escuchar el análisis hemipléjico sobre la competitividad de una industria en particular comparando el costo de una unidad de producto con el costo de la misma unidad importada, sin contemplar el impacto de la actividad industrial en la comunidad a la que pertenece. Y por impacto no debemos entender solamente los sueldos, impuestos y demás pagos realizados en esa región, sino que se debe incluir además el valor del empleo industrial como agente de anclaje territorial, como educador, como modelador de la cultura del trabajo y como ejemplo para nuevos emprendedores.
Una fábrica en marcha (que produce bienes, software o conocimiento) incorpora jóvenes (con o sin experiencia) para capacitarlos y entrenarlos, pagarles un sueldo digno, darles cobertura social y permitirles vivir y desarrollarse en su territorio, evitando la emigración a las grandes ciudades. Una fábrica en marcha simboliza el valor del trabajo, constituyendo un poderoso ejemplo para los jóvenes que con orgullo observan a sus padres progresar en sus empleos a lo largo de los años. Una fábrica en marcha modela una cultura que cultiva el esfuerzo, la dedicación y la superación personal y profesional. Una fábrica en marcha es también un monumento a la figura del emprendedor, promoviendo el espíritu empresarial local y regional. Una fábrica en marcha, en conjunto con otras fábricas en marcha, constituyen un tejido productivo que trae progreso y desarrollo para la región, derramando beneficios hacia el resto de los sectores.
Por el contrario, fábricas cerradas son sinónimo de desempleo, emigración territorial, pobreza y desigualdad crecientes, pauperización social de las familias y comunidades, degradación cultural y desintegración social.
Pobreza e Industria
El proceso industrializador que arrancó a mitad del siglo XX se vio claramente truncado a partir de 1976, pudiendo observarse una correlación importante entre la caída en el nivel de actividad industrial a partir de entonces con el índice de pobreza que pasó del 5% en 1976 a picos por encima del 50% en las crisis de 1989 y 2001, cuando los niveles de actividad industrial mostraron sus menores valores. A partir del 2003 comienza un nuevo proceso industrializador que alcanzó su pico de actividad industrial en el año 2011, acompañado por la reducción de la pobreza que alcanzó un mínimo del 25% en aquel año. Hoy, y con datos del tercer trimestre de 2019, el nivel de actividad industrial es igual al del año 2007 y 21% inferior al del 2011, y la pobreza se mantuvo varios años por encima del 30% para superar el 40% a finales de 2019. Ese importante deterioro en el índice de pobreza en los dos últimos años se correlaciona directamente con una caída en el nivel de actividad industrial prolongada (más de 18 meses consecutivos) y profunda (más de un 11% en ese mismo periodo), combinada con el continuo crecimiento de la población (5 millones en la última década).
En otras palabras, producimos menos que 10 años atrás y tenemos 5 millones más de habitantes. En ese contexto, es imperativo que en forma urgente se tomen medidas para la reactivación industrial si queremos tener mejoras sustantivas y sustentables en los índices de pobreza.
Desigualdad y futuro
En la Argentina de hoy, un 50% de los jóvenes menores de 17 años no terminan la escuela secundaria, están malnutridos y expuestos al peligro de la exclusión social. Además, las nuevas tecnologías como la Industria 4.0, la robótica, la automación, etc., traen consigo desafíos y oportunidades aun para los que tienen educación formal.
La industria tiene un gran papel que cumplir para ayudar a esa enorme cantidad de personas a tener un futuro mejor, a reconvertirse mediante capacitaciones y cursos específicos, trabajando en conjunto con el sistema oficial de enseñanza técnica y con los organismos de educación, ciencia y tecnología. Porque donde se instala una nueva máquina, un nuevo robot o un nuevo sistema de producción, se necesitan personas capacitadas para operarlos, mantenerlos o repararlos. Y esos mismos desafíos pueden transformarse en oportunidades gigantes para un país como el nuestro.
Conclusión
Es claro el impacto social que ha tenido la actividad industrial desde mediados del siglo pasado sobre el territorio, los pueblos y ciudades, la cultura de las familias y de las comunidades y, en general, lo que podemos englobar como el “desarrollo social”.
Lamentablemente, el estancamiento en el nivel de actividad industrial a partir de 2011 y en particular el acelerado proceso de desindustrialización de los últimos 20 meses han tenido un impacto desastroso en términos de desarrollo económico, llevando los índices de desempleo y pobreza a valores alarmantes. Ello nos conmina a reaccionar hoy, no podemos perder más tiempo si queremos evitar daños irreparables en el tejido social y productivo de nuestro país. En ese contexto, son muy auspiciosos los mensajes de las nuevas autoridades nacionales y provinciales proponiendo al país y a la provincia un modelo que promueva la producción y la creación de empleo locales.
Por ello, hoy más que nunca, debemos comprender la dimensión social de la industria y la idea de que es prioritario reindustrializar el país, reindustrializar nuestra provincia y reindustrializar nuestros pueblos y ciudades. Porque como dijo Carlos Pellegrini en 1892, “Sin industria, no hay Nación”.
Por Javier Martín, Presidente de la Unión Industrial de Santa Fe.