— Mariano Yakimavicius
Los Juegos Olímpicos de la era moderna ostentan una retórica internacionalista y fraternal un tanto ingenua. Siempre se trató de un fenómeno político en su esencia. Desde la mismísima decisión un país de querer albergarlos. Generalmente, esa decisión obedece a la vanidad de gobernantes que consideran a los Juegos una inmejorable oportunidad de realizar inversiones y transformaciones urbanas que serían imposibles de afrontar sin el capital político y económico que ofrece la celebración de un evento de esa envergadura, y que aspiran a lograr una imagen de grandes organizadores y prodigios del estímulo económico.
Los Juegos Olímpicos también han sido usados por dictaduras y democracias para demostrar la superioridad de sus respectivos proyectos políticos. Y también han recalentado economías que no hicieron más que mostrar sus grietas después de organizarlos.
Un poco de historia
En 1936, la Alemania Nazi de Adolf Hitler convirtieron los Juegos Olímpicos de Berlín en un espectáculo destinado a mostrarle al mundo la superioridad de la “raza aria”. En los primeros juegos posteriores a la Segunda Guerra Mundial, realizados en 1948 en Londres, los países vencedores dejaron afuera a los derrotados Alemania y Japón.
Durante la Guerra Fría, la pugna entre los Estados Unidos y la Unión Soviética fue constante. En Helsinki 1952, los soviéticos exigieron que sus deportistas estuvieran separados de los de los países capitalistas. La delegación china se retiró de Melbourne 1956 porque el Comité Olímpico reconoció a Taiwán como país independiente. En 1968, México se convirtió en un indeseado escenario para la reivindicación de igualdad racial después del asesinato de Martin Luther King. En Múnich 1972, un grupo de terroristas palestinos secuestró y asesinó a 11 atletas israelíes. En 1980, decenas de países occidentales boicotearon los Juegos de Moscú y, en 1984, la la Unión Soviética devolvió la gentileza y boicoteó los que se realizaron en Los Ángeles.
Finalizada la etapa bipolar y la Guerra Fría, Barcelona 92 fue aprovechada por los independentistas catalanes para intentar transmitir su mensaje al mundo y, aunque fracasaron, el éxito de la organización contribuyó a que los independentistas empezaran a creer en la viabilidad de su proyecto. Atenas 2004 fue una demostración notable de la irresponsabilidad de una dirigencia política que derrochó lo que no tenía y sumió a Grecia en una crisis económica, política y social sin precedentes. Londres 2012 fue una exaltación del nacionalismo inglés que acabó por impulsar el proceso que deribó en el Brexit. Río de Janeiro 2016 marcó el paso de la euforia de los gobiernos progresistas a la crisis económica, política y social en Brasil que, solamente diez días después de finalizados, expulsaba a Dilma Rousseff de la presidencia del país.
Influencia a través del deporte
Los Juegos Olímpicos se basan en la competencia entre naciones. Los países tienden a utilizar su participación en ellos para mostrar a través del deporte el poder de sus esfuerzos, el potencial y el talento de su juventud y -en definitiva- para exhibir, de manera no coercitiva, una supuesta superioridad política.
Para eso se invierte una cantidad de dinero desproporcionada que las sociedades jamás justificarían si se dedicaran a otros fines que no fueran deportivos. Ejemplos: antes de los Juegos de Tokio, el gobierno británico dedicó 19 millones de libras solamente a la creación de un equipo de nadadores de élite. En noviembre del año pasado, el gobierno español le asignó al Consejo Superior de Deportes un presupuesto de 251 millones de euros, considerado “el más alto del siglo”. El gobierno de Singapur ofreció un millón de dólares a quienes ganaran una medalla de oro. En Kazajstán, 250 mil dólares. En los Estados Unidos, son 37 mil quinientos, pero que no paga el gobierno sino el Comité Olímpico, de carácter privado.
Si se las compara con las del fútbol global, el básquet estadounidense o el circuito internacional de tenis, las cifras antes mencionadas son irrisorias. Pero ofrecen un panorama de la importancia política que los gobiernos asignan al desempeño en deportes en los que pocas personas están interesadas a priori, pero que pueden servir para mostrar la bandera propia en un acontecimiento obsesivamente mediático. Tokio dejó como saldo una disminución muy importante del público que siguió los Juegos a través de los medios de comunicación convencionales, pero fueron los más vistos de la historia a través de internet. Eso también ofrece un panorama de los cambios en las formas de acceso a la información que operan en el seno de las sociedades actuales. Pero deja también claro que los Juegos Olímpicos no han dejado de ser un fenomenal acto de propaganda política.
Una consecuencia a tener en cuenta respecto de la fabulosa inversión que supone organizar los Juesgos Olímpicos es el de los “elefantes blancos” que dejan detrás. Un estadio de voleibol en Atenas en el que hoy viven “okupas”, un campo de fútbol en Brasil con 40 mil asientos que actualmente utiliza un equipo de segunda división que nunca supera los 1500 espectadores, un circuito de ciclismo en Beijing ahora tapado por pastizales. Pero el carácter político y competitivo de los Juegos permite no solamente que la ciudadanía siga asumiendo que el deporte internacional o la organización de eventos merece ese gasto desproporcionado, sino que asuma que se trata de una cuestión de valores morales, independientemente de tratarse de un espectáculo bellísimo que muestra algunas de las mejores cualidades humanas.
Futuro preocupante
Lo mencionado hasta aquí ha llevado a crecientes cuestionamientos en las sociedades democráticas.
Mientras se celebraban los Juegos Olímpicos de Londres en 2012, un estudio de arquitectura publicó un informe -encargado por el Ministerio de Infraestructuras de Holanda- sobre las ciudades olímpicas. La conclusión a la que arribó fue que, en el futuro, los Juegos sólo podrían ser organizados por dictaduras.
¿Por qué?
El proceso de toma de decisiones alrededor de estos eventos es opaco, su celebración implica privilegios intrínsecos para algunos, los costos de organización son enormes al igual que la deuda pública que se suele generar, sin contar con las incomodidades para la ciudadanía que no se beneficia económicamente del encuentro, pero lo paga. Todo eso resulta cada vez más difícil de tolerar en las sociedades democráticas. “Es posible que los Juegos Olímpicos sólo se celebren en países no democráticos que tienen el poder centralizado y el dinero para organizarlos”, sotuvo el informe.
Actualmente, son menos las ciudades que presentan sus candidaturas y los comités organizativos de las competiciones deportivas internacionales parecen cada vez más proclives a premiar candidaturas en países no democráticos, como los Juegos Olímpicos de invierno en Beijing o el mundial de fútbol en Qatar, ambos previstos para 2022.
Sin embargo, es probable que para mantener el pulso con las dictaduras, los países democráticos apelen a la importancia de defender sus valores y continúen invirtiendo en estos espectáculos caros pero emocionantes.
Cabe pensar que los gobiernos democráticos no dejarán de apreciar de la noche a la mañana el potencial político que los Juegos Olímpicos ofrecen a quienes los organizan, los financian, los gozan y los consumen.