El periodista de LT9 y conductor de Primera Mañana, Osvaldo Medina, hizo un relato pormenorizado sobre su experiencia personal con el coronavirus, luego de haber superado la nueva enfermedad tras largas semanas.
Esta mañana, en la esperada vuelta al estudio de la radio, contó como fue su estadía en el Hospital Cullen, aprovechó para destacar la labor indispensable de los profesionales y trabajadores de ese nosocomio santafesino en particular y a los del sistema público de Salud en general, y agradeció a los oyentes y seres queridos por la preocupación en este último tiempo.
Además, en sus redes sociales compartió un escrito en el que narró cómo fue que pudo atravesar el Covid.
El texto
“Osvaldo preparate, te llevamos al Cullen”, me dijo la enfermera del sanatorio donde estaba internado. Yo no estaba para preguntar cómo, cuándo y por qué. Sólo atiné a juntar lo poco que tenía, me subieron a una camilla, a una ambulancia y de ahí al hospital José María Cullen, al que sólo había ido alguna vez a la guardia por un esguince.
Después de varios días veía por las ventanillas la luz del sol, el calor era agobiante, bien santafesino.
La ambulancia llegó a la guardia, bajaron la camilla en la que estaba, para empezar a transitar los pasillos del hospital Cullen.
El ruido de las ruedas de la camilla se hizo sentir al desplazarse por el corredor central, dobló a la derecha para transitar los pasillos de la sala 2, la asignada para atender a pacientes COVID.
En la habitación 5 me esperaba una “task force”. Enfermeros, médicos, bioquímicos cumplían con los protocolos, análisis, suministro de oxígeno, suero, antibióticos, corticoides. Y allí quedé junto a otro paciente que, según veía, estaba con un cuadro más severo.
Desde ese momento tomé dimensión de este ejército que lucha contra ese enemigo invisible que es el COVID19 desde hace casi un año sin descanso, sin tregua, pueden ser algunos pacientes más o algunos menos según la situación.
Los casos los reflejan los partes de prensa del Ministerio de Salud informando las cifras de contagios. Sólo números, fríos números, gélidos números, que en mi caso me permitieron corporizarlos viendo la labor de los grandes guerreros contra el virus.
Medianoche, luces apagadas que me permitían dormir un poco tras el traslado. Se corre la puerta, se prenden las luces y allí vuelven a la carga. Enfundados en sus chaquetas, doble capa de guantes, cofia, cobertura de calzado, doble barbijo y pantallas de protección facial, así ingresaban las/os enfermeros. Control de suero, de presión arterial, de índice de saturación de oxígeno en sangre, de la temperatura corporal, si el alimento que pasa por sonda lo está haciendo bien. Una revisión integral.
Los que ingresaban apuntan los parámetros vitales a otro enfermero, que estaba en el pasillo, que no ingresaba a la habitación y que transcribía todo a la historia clínica. Toda una rutina que debe cumplirse a pie juntillas, para protegerse y para proteger a los pacientes.
Una vez terminado se cumplía la otra parte del protocolo: primero se sacaban uno de los dos juegos de guantes de látex, después la chaqueta y por último la cobertura del calzado, todo se hacía un bollo y se tira en un depósito de desechos sanitarios.
El protocolo debe cumplirse cada vez que se ingresa y sale de la habitación, siempre.
Apagaban las luces, cerraban la puerta, se van… por el momento.
Mis días internado en el hospital me llevaron a determinar que esa rutina de riguroso protocolo se cumple al menos seis veces por día. A ellos se les debe sumar la recorrida y control que hacen los médicos durante el día, los bioquímicos si se necesitan estudios de laboratorio, el personal de limpieza que durante el día procede al aseo de la habitación y del baño, incluso el personal que nos trae el desayuno, almuerzo, merienda y cena.
El control se repite a las 5.00 hs. de la mañana, a las 7.30 hs, a las 11.30 hs, a las 17 hs., a las 20 hs. y a la medianoche, todos los días. No hay descanso, el virus no lo permite. No se pueden bajar los brazos en esta trinchera, como todas las otras en las que se ha convertido cada efector de salud.
“Yo soy de Laguna Paiva, viajo todos los días para trabajar acá, la enfermería es mi vocación, amo lo que hago, tengo 33 años y una hija de 14”, me confía una de ellas.
“Tenemos turnos rotativos, a veces nos toca a la mañana, otras a la tarde, son turnos de 8 horas, otras veces me toca a la madrugada”, cuenta Héctor, otro enfermero.
“Yo vivo al norte de la ciudad, es largo el trayecto. Acá vemos desde los más humildes hasta a los más pudientes. Varias personalidades pasaron por aquí, a todos los atendemos por igual”, me acota una de ellas, en una de las tantas recorridas por las habitaciones.
La gran mayoría se vacunaron. “Tuvimos un poco de dolor de cabeza, fiebre o cansancio, que se pasó a las pocas horas de aplicarme la vacuna”, relatan muchos enfermeros/as. Otros, los menos, confiesan no haberse vacunado y exponen sus razones. Claro, la aplicación es voluntaria.
“Buenos días, acá está el desayuno”, dice un joven alto que cumple su tarea, también observando los protocolos de protección. La escena se repite para el almuerzo, la merienda y la cena.
Así pasaban los días. Para mi bien quedaron atrás el suero, la mascarilla de oxígeno y los antibióticos y corticoides que empezaron a administrármelos por vía oral. Seguía con oxígeno, pero a través de un “nariguero”, que con el correr de los días también fue desapareciendo paulatinamente.
Los controles se repiten, día tras día, turno tras turno, sin descanso, ansiando que el paciente obtenga el alta y los trabajadores de la salud puedan cantar victoria. ¿Pueden cantar victoria? ¿O es una efímera batalla ganada a la espera de otro paciente que ocupe la cama que termina de desocuparse y otra vez volver a comenzar? Así desde el año pasado, casi un año de combate.
Cada movimiento del personal de salud del Cullen es un acto de amor en sí, que cobra más dimensión en el caso de los pacientes COVID, porque deben permanecer aislados, no hay familiares, no hay visitas. Los únicos que ingresan son ellos, “la task force", esa especie de astronautas que nos hablan, nos acompañan y, en algunos casos, alimentan porque hay quienes no pueden hacerlo por sus propios medios.
Amor, infinito amor, es lo que prodiga el ejército de salud del Cullen, como seguramente lo hacen en cada efector de salud, en cada línea de batalla, en cada trinchera de la guerra contra el virus.
Me pregunto: si la gente tuviera oportunidad de ver todo lo que se despliega detrás de cada paciente con Coronavirus que ingresa a un efector de salud, ¿nos cuidaríamos más? ¿Respetaríamos las medidas de prevención (distancia social, barbijo y lavado de manos)? Si se conociera la actividad que bulle dentro de ese hormiguero, ¿seríamos más responsables? ¿Alcanzaríamos a dimensionar que lo que se ve no es una estructura antigua de un hospital sino un universo invisible que tiene una frenética dinámica de trabajo para salvar vidas?
Intento encontrar la imagen que grafique lo que ocurre detrás de ese edificio centenario con estructuras de aquella época pero que esconde una realidad que –creo- pocos pueden imaginar. Quizás la imagen apropiada pueda ser la de un hormiguero en permanente actividad, o un panal de abejas con las infatigables abejitas. A eso se parece esa habitación, de las tantas que hay en la sala 2 del hospital Cullen. Esa sala poco tiene que envidiarle a la de un hospital de avanzada. El “Cullen Hospital, Resort and Spa”, como graciosamente lo denominé en mis contactos con amigos y familiares, debe ser motivo de gran orgullo para los santafesinos.
La salud pública, aquella que atiende a los que no tienen y a los que tienen, rebosa de buena salud, valga la redundancia, en gran parte por su personal. Esos que son indispensables, esos a los que todos los argentinos les debemos un homenaje que vaya más allá de un aplauso efímero.
Si sirve, si alcanza desde mi humilde lugar de periodista, les rindo mi más emocionado homenaje y conmigo mi familia, mis amigos. Me es difícil recordar el nombre de todos, mi cabeza no daba para tanto en ese momento, tampoco era fácil distinguirlos ya que sólo veíamos una parte de su rostro. Aun así, sentí el amor que prodigan, lo sentimos y lo seguirán sintiendo todos y cada uno de aquellos alcanzados por el virus del Covid que los obligue a estar internados en un efector público de salud.
Párrafo aparte para agradecer a todos y cada uno de los que me mandaron mensajes de aliento, consultando cómo estaba, a mis amigos y conocidos, a aquellos a los que sin conocer me sumaban a las cadenas de oración por mi salud. Del otro lado, esa buena vibra se siente. Gracias, gracias, mil gracias.
Escuchá el relato completo de Osvaldo Medina en su vuelta a la radio acá