— Mariano Colombo
No resulta descabellado imaginar historiadores de un futuro lejano que dividan con el 11-S dos eras, porque se trató de una bisagra que sacudió la geopolítica. El 11 de setiembre de 2001, el terrorismo se estaba presentando como un enemigo de nuevo concepto, frente a un país erigido en potencia a partir del juego de opuestos desde una lógica Estado vs. Estado.
La urgencia por contestar los atentados y la manera en que se lo hizo, se asociaron al instinto norteamericano que ha graficado muy bien el psicólogo neoyorquino Abraham Maslow en su libro The Psychology of Science: “Si sólo tienes un martillo, todo parece un clavo”.
Al resto del mundo no le resultó simple dimensionar el tipo y la intensidad del impacto sufrido por la nación erigida en ganadora tácita de la guerra fría. Citando a Jean Baudrillard, “lo peor para la potencia mundial no es verse agredida o destruida, lo peor es verse humillada (…) los terroristas le infligieron algo que ésta no puede devolver”.
Es posible que la presión incontenible que sintió Bush lo haya dejado con poco margen para evaluar proporciones sobre tipo y calidad de respuesta al 11-S, y se haya visto movilizado por un acuciante “algo hay que hacer ya” para alejar la sensación de parálisis que habían generado los hechos terroristas.
Entonces, el 7 de octubre de 2001 comenzó el ataque de Estados Unidos y Gran Bretaña contra Afganistán, mediante una operación militar llamada “Libertad Duradera”. La política de Bush fue transmitir una contienda contra un enemigo cimentado en un territorio extranjero, pero queda claro que ese tremendo golpe a la sociedad estadounidense no fue asestado por la cultura, sociedad ni incluso el gobierno afgano de 2001. De cualquier forma EE.UU. Definió un blanco territorial, sin vinculación nítida con el complejo escenario que configuraron los hechos.
Se revela en este sentido, la expresión de ese sentimiento de supremacía del sistema occidental que -especialmente en Estados Unidos- traspasa partidos y gobiernos y que se expresa con la idea y el discurso basados en que “Afganistán estará mejor cuando comprenda que nuestra forma de sociedad es la apropiada”.
Sucesión en el poder, un demócrata por un republicando y Afganistán “por necesidad”
Barack Obama ha sido en términos temporales y como presidente norteamericano, el mayor administrador de estrategias sobre la cuestión afgana. Mientras la administración Bush debió lidiar con el asunto durante 87 meses, la de Obama lo hizo durante 96 meses.
Obama, el presidente de las redes sociales. El que fuera antes senador por el estado de Illinois, aprovechó como ninguno de sus antecesores la revolución de las tecnologías de la información. Quedó claro que la línea de tiempo jugó a su favor para que despliegue ese estilo. Un tipo de administración con un papel preponderante de la política comunicacional y -muy particularmente- de la comunicación de los lineamientos de política exterior.
Como candidato a presidente, Obama expresó en 2007: “aún podemos triunfar en Afganistán, pero sólo si actuamos con prontitud, sensatez y determinación”
Como se puede apreciar, el mandatario demócrata buscaba en campaña un equilibrio entre la crítica a su antecesor y la expectativa de resolución favorable a Estados Unidos. Pero al asumir, justificó la prolongación de la campaña en Afganistán diferenciando de manera marcada las guerras heredadas en aquel país y en Irak. Entonces ubicó a Afganistán en el lugar de la “guerra por necesidad” y a Irak en el de la “guerra por elección”.
En diciembre de 2009, al recibir el Nobel de la Paz, Obama reforzó su fundamento sobre la calificación de “guerra por necesidad” expresando que “las negociaciones no pueden convencer a Al Qaeda para que abandone las armas. Decir que la fuerza puede a veces ser necesaria no es una llamada al cinismo. Es un reconocimiento de la historia, de las imperfecciones del hombre y de los límites de la razón” afirmaba entonces.
De ese modo y ante el comité noruego, quien en campaña se proyectaba con aires de idealismo, brindaba en definitiva un discurso más alineado con la corriente de pensamiento de pesimismo antropológico iniciada por Thomas Hobbes.
La muerte de Bin Laden
Más allá de lo apuntado hasta aquí sobre el gobierno de Obama, fue sin dudas la operación Gerónimo la que ha marcado su estrategia para luchar contra el terrorismo. Así fue bautizada la operación que dio muerte a Osama Bin Laden. Una denominación curiosa, puesto que estuvo inspirada en un líder apache del siglo XIX que se entregó al ejército estadounidense y se convirtió al cristianismo. La rareza del nombre elegido para la acción destinada a atrapar y dar muerte al líder de Al Qaeda radica en los diametralmente opuestos perfiles del indígena y del impulsor de la red terrorista. En su estrategia, Bin Laden nunca siquiera sugirió la mínima chance de dialogar con nada que corresponda a la cultura occidental y cristiana, resultando muy llamativo que la operación que lo tuvo como blanco se haya bautizado con el nombre de un convertido a la cultura occidental.
Curiosidad de denominación al margen, lo cierto es que la operación Gerónimo concluyó en Pakistán el 2 de mayo de 2011 con el anuncio de la “muerte” de Bin Laden. Apelamos aquí al entrecomillado puesto que se han elaborado muchos documentos y artículos académicos con tono crítico hacia esa operación, realizada sin conocimiento del gobierno paquistaní y en una escena en la que el hombre puesto como objetivo no estaba armado.
Para Claudia Cárdenas, el procedimiento cuyo resultado expuso orgulloso el presidente Obama, “planteó la necesidad de abordar la discusión acerca de si la ejecución sin juicio previo ha de legitimarse como solución aceptable, con todas las consecuencias que eso conlleva; o si por el contrario ha de existir alguna reacción ante la violación de ciertas normas de conducta relevantes que la comunidad de Estados ha logrado consolidar”.
Pero tras la muerte de Bin Laden, los combates siguieron al interior de Afganistán. Al reflexionar sobre las razones que llevaron a Estados Unidos a la intervención bélica, Ángel Tello sostuvo que “el motivo principal fue que el poder talibán albergaba a los terroristas de Al Qaeda, cosa que era cierta, pero cierto es también que ningún ciudadano afgano participó en los atentados del 11 de septiembre de 2001, llevado a cabo por individuos provenientes en su mayoría de Arabia Saudita”.
El laberinto que se regenera
Hoy en 2021, el rojo sigue tiñendo a Afganistán en el radar de los conflictos más graves. Vienen bien las expresiones del teniente coronel retirado Francisco J. Berenguer Hernández, quien tras su carrera militar encaró una vida académica con eje en temas de seguridad internacional. Este analista, en 2017 anticipó que “a pesar de los enormes esfuerzos realizados en Afganistán, las constantes históricas y geopolíticas son muy difíciles de cambiar en apenas tres lustros, por lo que la situación actual del país, acorde a estas constantes, involuciona lenta pero inexorablemente a sus parámetros habituales. Las circunstancias a medio plazo dibujan un escenario en el que el país va a continuar representando un problema relevante y quizás permanente para la comunidad internacional”.
Esa visión dio cuenta con justeza del reposicionamiento talibán registrado desde 2015. Ya hacia 2017 la mayoría de los relevamientos académicos, de gobierno y de otras organizaciones, reflejaron que el movimiento había recuperado el control de hasta la mitad del país.
Mientras tanto, en medio de esas constantes históricas y geopolíticas, hace falta detenerse en la mirada del habitante afgano: “si viviéramos en paz, ¿qué harías primero? La pregunta fue hecha en Kabul por Fahim Abed a Fatima Faizi, ambos periodistas afganos que trabajan para The New York Times. Siete palabras y una pregunta reveladora.
De pronto, la clase de sueños narrada, nos ubica y nos da idea de los contrastes del mundo. En occidente el juego a soñar suele ser preguntar “si sacaras la lotería, ¿qué harías primero?”.
Pues bien, las respuestas que siguieron a la formulada en esa zona caliente de Asia, eran cosas como salir a correr, reunirse con amigos o viajar. Tenemos que agradecer inspiraciones como las de Fahim Abed, puesto que nos ahorra rebuscadas construcciones lingüísticas que no lograrían transmitir con tanta intensidad el sentimiento del habitante afgano, que cuando integra el grupo poblacional de menos de 40 años, no puede recordar los tiempos de paz, porque no los ha vivido.
El 11-S fue en 2001 el disparador de un conflicto que -como en la teoría del caos- tuvo a partir de las condiciones iniciales, muchas derivaciones difíciles de anticipar.
Desde entonces, los vaivenes de EE.UU. en la estrategia para Afganistán dieron cuenta de la desorientación de los diferentes gobiernos sobre qué clase de éxito se podría comunicar a la ciudadanía estadounidense. Aquel impacto que provocaron los terroristas estrellando aviones en las torres gemelas y el Pentágono, fue un inmediato cheque en blanco para la administración Bush en sus decisiones sobre defensa. Incluso por varios meses el Congreso no supo ni de bipartidismo ni de la antinomia conservadurismo-liberalismo, habiendo aprobado todo lo que el presidente solicitaba para garantizar un andar triunfante en la operación inicialmente denominada Libertad duradera.
Pero el paso del tiempo también pudo con ese crédito extraordinario y ello significó el progresivo surgimiento de pedidos de rendición de cuentas sobre el saldo en vidas y la presión al presupuesto; es decir: costo político interno.
La de Afganistán -para combatir el terrorismo- se transformó en la guerra con un objetivo territorial difuso, la de un blanco con fama de inconquistable de manera definitiva, la guerra en la que incluso la bomba está limitada para garantizar la victoria clara, y la de un efecto fatiga no previsto convenientemente.
La prolongación impensada de la campaña con su costo en vidas sobrepasando los cálculos iniciales más pesimistas y la presión sobre el presupuesto norteamericano para el rubro defensa, fueron menguando la intervención de EE.UU. y sus aliados en Afganistán.
El laberinto en el que se encuentra el país asiático, de complejidad constante, con múltiples factores no controlables con el poder militar estadounidense, muestra hoy el fuerte resurgimiento talibán mientras el gobierno afgano no puede más que pedir el auxilio de la ONU.
¿Qué sabía occidente sobre Afganistán antes del 11-S? muy poco ¿qué sabe occidente sobre Afganistán después del 11-S? muy poco.
Por la guerra, la reiteración del nombre del país en los medios provocó la ilusión de conocer su idiosincrasia, pero la realidad contradice esa creencia generalizada con titubeos, contradicciones y debates no salvados aún sobre la posición de Estados Unidos especialmente, y de toda la comunidad internacional en general, sobre la cuestión afgana.