El ministro de la Corte Suprema de Justicia de Santa Fe, Daniel Erbetta, explicó con rigor académico por qué la causa Vialidad, al menos en su estadio actual, no cumple con los presupuestos más básicos de un Estado de Derecho. Dicho de otro modo, aseveró que este proceso contra la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner es cualquier cosa menos algo siquiera parecido a un juicio justo en un sistema que se pretende republicano.
Naturalmente, por el lugar institucional que ostenta, las declaraciones de Erbetta se viralizaron rápidamente y quedaron, luego, en el centro del debate político al ser reproducidos por la propia ex presidenta. Es, ni más ni menos, que la validación de las denuncias de la acusada desde fuera del amplio y heterogéneo universo peronista.
En este contexto, si se asume que se trata de una acción judicial desprovista de las más mínimas garantías, lo cual a esta altura es indisimulable, se está en presencia de un intento de persecución y proscripción a cielo abierto. Y, en consecuencia, la respuesta excede largamente a los abogados defensores: la disputa ingresa en el terreno de la pelea política plena.
De allí que Cristina active uno de los dispositivos en los que saca ventaja: la calle. No sólo por la capacidad de movilización de las organizaciones que adscriben a su figura y a su programa, sino también por el notable vínculo que mantiene con el kirchnerismo silvestre. Miles de hombres y mujeres de todas las edades, sin más pertenencia orgánica que su amor por la vicepresidenta, pasaron en estos días por la ya casi mítica esquina de Juncal y Uruguay a demostrar su afecto. No fue necesaria siquiera una convocatoria expresa, surgió con naturalidad de los manifestantes. Quien todavía crea honestamente que son expresiones irracionales debería prestar atención a las palabras que salen de la boca de la gente: la jubilación, el salario, la casa, la computadora del Conectar Igual. La realidad efectiva.
La dimensión callejera, de una tradición insoslayable en nuestro país, precisa tener un correlato electoral. O sea: la masiva ocupación del espacio público es un punto de acumulación, pero exige ser canalizado en las urnas. Y allí aparece una elección municipal en el norte de la provincia de Santa Fe, cuyo resultado no es necesariamente sintomático de lo que ocurre en el país pero sí posee un alto contenido simbólico.
Avellaneda probablemente haya sido el kilómetro cero del deterioro de lo que en vida fue el gobierno de Alberto Fernández. Vicentin, claro. No sólo por la derrota política y cultural que significó el fallido de intento de expropiación sino porque evidenció una praxis que luego se comprobaría habitual: anunciar y después retroceder. Un sorprendente ejercicio que, al menos en Argentina, tiene como efecto concreto la autolicuación total y absoluta del poder.
El conteo de votos en las PASO del último domingo en esa ciudad está en línea con el verificado en las elecciones de 2021: una paliza contundente del radicalismo en Juntos por el Cambio. Es cierto que en este caso fueron apenas primarias para elegir intendente, con todas las particularidades que eso supone. Pero aún así, permite mostrar cómo la técnica del anuncio fulgurante y posterior reculada lleva incorporado un doble efecto nocivo: se paga el costo de una medida pero no se disfrutan sus beneficios. Toda pérdida.
Avellaneda, en definitiva, es un caso muy didáctico para explicar qué es lo que llevó a la vicepresidenta a entablar duras batallas internas en el Frente de Todos, amén de los escuálidos resultados económicos. Es que para varios de los principales dirigentes de la coalición oficialista, una derrota en 2023 puede significar, en el peor de los escenarios, una vuelta al llano. Para Cristina, como lo dejó claro el team Liverpool, es la cárcel.
*El autor del artículo es periodista y se desempeña como columnista en diferentes medios.