Cada vez que la diputada provincial Amalia Granata emite una opinión, especialmente en momentos de gran tensión, da lugar a todo tipo de adjetivaciones. Esos calificativos suelen estar más o menos en línea con la estridencia de sus dichos, que es su marca de fábrica. Pero poco se habla de su racionalidad política.
Y es que la tiene. Su llegada a la política estuvo asentada en su alto perfil de polemista mediática. El debate por el aborto legal, en todo caso, le permitió canalizar esa fama en acumulación electoral. Mal no le fue. Tras saldarse, aunque sea momentáneamente, la discusión sobre la ILE, Granata quedó desdibujada. El pobre resultado de las elecciones en 2021, cuando acompañó en la boleta al presidente del PRO santafesino Federico Angelini, es la comprobación empírica de ello. Ahora, con su postura negacionista, cuando no celebratoria, respecto del intento de asesinato contra la vicepresidenta, logra reinstalarse en su zona de confort. Rentabilidad máxima, al menos en el corto plazo.
Pero además le sale gratis. La negativa de los bloques mayoritarios en la Cámara de Diputados de la provincia a expulsarla o siquiera sancionarla es reveladora en ese aspecto. No paga ningún costo, incluso pese a practicar una extorsión a cielo abierto al amenazar con ventilar asuntos íntimos de sus colegas, madres e hijos. Sus escandaletes mediáticos son, entonces, rentables y gratuitos. Racionalidad política plena.
No es todo. Con sus vituperios, Amalia Granata asume, o como mínimo disputa, la representación política de un segmento del electorado que oscila entre el escepticismo sobre la veracidad del atentado y el lamento porque los sesos de Cristina Fernández de Kirchner no hayan regado las calles de Recoleta. Es un sector de la sociedad que hace rato rompió con el consenso democrático imperante desde 1983, que presupuso excluir la posibilidad de suprimir, proscribir o eliminar físicamente al adversario. Se podrá decir que es una porción minoritaria de argentinos y argentinas, pero de ninguna manera minúscula o marginal. ¿No es acaso una demostración de racionalidad política?
Esa misma lógica es la que exhiben sus defensores legislativos. Los que lo hacen en voz alta o en silencio. ¿Por qué entregarían al peronismo la cabeza de una aliada, por más incómoda que resulte a veces? ¿Por qué pagarían el costo a ese virulento electorado en disputa? Si la respuesta es que deberían actuar por la tantas veces proclamada defensa de la democracia, las instituciones, la república y varios etcéteras más, ya es sabido que esas profusas homilías tienen más superficie que sustancia. Y ello, vale destacar, también es una expresión de racionalidad política.
Claro que todos estos cálculos, en los que todo parece pura ganancia para el vasto y heterogéneo abanico opositor, se apoyan en la increíble templanza de la vicepresidenta. Luego de ser gatillada en la cabeza en la puerta de su casa, no hubo de su parte o de sus allegados una sola sugerencia a sus seguidores de aplicar la ley del Talión. El día después del magnicidio fallido, centenares de miles de adherentes se volcaron a las calles sin protagonizar un solo incidente. La respuesta de sus adversarios fue escalar la trifulca verbal. En este contexto, y en homenaje a la racionalidad política aquí mencionada, la militancia se podría preguntar: ¿por qué no actuar de otra manera? ¿Por qué no abandonar las consignas amorosas y pasar a la autodefensa estricta? ¿Por qué no armar efectivamente el quilombo que se entona en los cánticos?
La racionalidad política impone, en consecuencia, que algo cambie. Porque lo verdaderamente irracional sería pretender que Fernando Sabag Montiel haya sido el último en atravesar el umbral extremo. Cuando se abren las puertas de la muerte no hay derecho de admisión.
*El autor del artículo es periodista y se desempeña como columnista en diferentes medios.