Finalmente, el próximo jueves comenzará a debatirse en el plenario de comisiones de la Cámara de Diputados de la Nación la, ya a esta altura famosa, ley de humedales. Es difícil de exagerar el impacto de esta discusión en la provincia de Santa Fe por las humeantes razones conocidas.
Por eso mismo, y utilizando las palabras del texto de los proyectos, es necesarios establecer algunos “presupuestos mínimos” para encarar la discusión. El primero es el que se acaba de mencionar: no hay una sola iniciativa legislativa, son varias. Y allí entran en juego diferentes miradas, que van desde el prohibicionismo hasta la laxitud regulatoria. No es extraño que eso suceda, en un país desesperado por producir más y multiplicar sus exportaciones para salir de la asfixiante –valga el término- escasez de dólares.
Ingresa también en el debate un aspecto poco romántico: la aplicabilidad de la ley. Porque el texto que se vote puede estar florecido de buenas intenciones, pero si no existen las estructuras estatales capaces de ejecutarlo se transforma en letra muerta. Y aquí es donde surge la poco subyugante necesidad de consensuar con los gobiernos provinciales, históricamente reacios a las restricciones sobre las actividades productivas de sus territorios, independientemente de las fuerzas políticas que los conduzcan. Esto se verificará, con seguridad, en el tratamiento en el Senado de la Nación.
Hay un aspecto clave en el mismo sentido: si no existe el riesgo de un castigo por violar la ley, no hay ningún incentivo para respetarla. A propósito, se meneó insistentemente en estos días una normativa sobre humedales sancionada por la Legislatura santafesina a fines de noviembre de 2019, a escasos días de que se produjera el cambio de gobierno. Al igual que con el presupuesto 2020, no se consensuó con la administración entrante. Pero ese no es el mayor problema: no está previsto en el texto un régimen de sanciones. Por más reglamentación que definiera el gobernador –cosa que no sucedió hasta aquí- no podría incorporar ningún punitivo. Básicamente porque la Constitución provincial se lo impide.
Un antecedente digno de destacar en este debate es la ley de manejo del fuego aprobada en diciembre de 2020, que prohibió la venta y el cambio de uso de tierras incendiadas en plazos que se extienden hasta los 60 años. El autor del proyecto fue el diputado Máximo Kirchner, quien se inspiró en una iniciativa similar del santafesino Mario Barletta, según se expresa claramente en la propuesta. Fue calificado por el entonces presidente de la Sociedad Rural Argentina, Daniel Pelegrina, como un “ataque a la esencia del sector productivo” y por la Mesa de Enlace como “un mamarracho” porque “considerar de antemano que existe una presunción de intencionalidad es arbitrario”. Juntos por el Cambio votó el contra.
Más aún, en febrero de este mismo año, diputados de la misma coalición política presentaron un proyecto para derogar esa ley porque “presume que los tenedores de tierras son responsables de provocar incendios con el objetivo de obtener un interés inmobiliario” y “no contempla que los incendios pueden ser provocados por otros factores, como los naturales”. La autoría es del bulrichista Gerardo Milman y acompañó con su firma Gabriel Chumpitaz, dirigente santafesino del PRO, aliado al radical Maximiliano Pullaro, con pretensiones de ser candidato a intendente de Rosario. Nada menos.
No sería extraño, en consecuencia, que puedan observarse en este debate flamígeras –valga otra vez la palabra- acusaciones contra la avanzada populista, cuando no comunista, sobre los propietarios de las gigantescas extensiones isleras. O incluso, por qué no, denuncias sobre la aviesa intención de la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner de apropiarse de esas miles de hectáreas.
Este verdadero cambio climático del sistema político, que se aceleró en el último tiempo hasta el paroxismo, lo incendia todo. La duda es si, por esta vez, los humedales se salvarán de ser abrasados también por estas llamas.