El deceso en el día de la fecha del Juez Federal Claudio Bonadío se configura como un disparador para profundizar la discusión que existe en la sociedad respecto de la función del Poder Judicial. Bonadío era uno de los doce jueces federales alojados en Comodoro Py. En esas oficinas se monopoliza la investigación de la gran mayoría de las causas judiciales que surgen de los sucesivos gobiernos nacionales, y como consecuencia de ello, estos jueces federales tienen gran relevancia pública. Desde la vuelta de la democracia a la fecha y más allá de los procesos políticos disímiles que nos atravesaron, esta maquinaria judicial ha sabido –en mayor o menor medida- conservarse.
La figura de Bonadío –magistrado que no se caracterizó por su profundidad teórica y doctrinaria- en primer término nos interpela respecto a la relación que los jueces manejan entre el derecho y la política. Esta relación existe y se verifica cuando lo que se denomina como “cuestión política no justiciable” se ha convertido en una frontera que los fallos judiciales amplían cada vez más. Se vienen modificando los límites de los alcances de la capacidad de la decisión judicial en la resolución de los conflictos políticos. Puntualmente, los jueces son árbitros de los asuntos entre los poderes políticos y entre el poder político y la ciudadanía.
Caso distinto es el concepto de Lawfare, que en Argentina se visibilizó con claridad desde el año 2016 a la fecha, donde los intereses de la dirigencia política representativa de sectores económicos concentrados se canalizaron a través de procedimientos judiciales (la mayoría de ellos de carácter punitivo) con la finalidad de neutralizar cualquier tipo de puja redistributiva que pueda generarse en Argentina. Desde esta última perspectiva, Bonadío no le ha hecho ningún favor al poder judicial, sino que se erigió como el brazo operativo de determinados intereses sectoriales, desnaturalizando el funcionamiento y erosionando la legitimación social de la magistratura.
Los jueces deben tener el papel de actores que frenen los intentos del ejecutivo y del legislativo de abusar del poder y poner en juego los derechos de la ciudadanía. El rol de los jueces es desarrollar instrumentos que permitan que los ciudadanos puedan demandar ante los tribunales todo aquello que no fue debidamente implementado y visualizado por los otros poderes del Estado.
Las Cortes y los Consejos de la Magistratura deben trabajar en forjar judicaturas que respondan a la transferencia de poder a la ciudadanía: la comunidad requiere jueces que estén dispuestos a escucharla antes de decidir. Sin dudas esta inteligencia puede prevenir la concentración de poder desmedida en un sólo magistrado.
Esta reformulación que propongo parte del marco de la aplicación de un Constitucionalismo Dialógico. Debemos abandonar progresivamente el sistema de pesos y contrapesos de los poderes del Estado. Debe proyectarse el diálogo entre los poderes públicos y la ciudadanía rigiendo el saludable precepto de escuchar a todos y hacer participar a todos antes de decidir.
El largo camino de la renovación del poder judicial y sus bases implica generar certezas que el protagonismo de los magistrados será sólo para reivindicar la lógica de la democracia: hacer cumplir los derechos sociales, garantizar las libertades y hacer parte a la ciudadanía cuando el poder judicial deba resolver un asunto de interés de la comunidad.
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Juan Andrés Pisarello. Abogado por la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional del Litoral (UNL). Asesor de Organizaciones Sindicales y diversos estamentos del Sector Público. Miembro del Instituto de Derecho Constitucional del Colegio de Abogados de Santa Fe, 1° Circunscripción. Maestrando en Derecho Público de la Universidad Nacional de Rosario (UNR)