— Gustavo Castro
En la localidad de Acebal, departamento Rosario, buena parte de sus 6 mil habitantes viven de la industria del calzado. Son alrededor de 80 fábricas y talleres que constituyen un entramado productivo envidiable, que obviamente se extiende a la gran ciudad del sur de la provincia. En 2017, empresarios y trabajadores se movilizaron a la plaza del pueblo porque los empleos del sector caían como moscas: la apertura de importaciones y el descenso en las ventas habían desatado una masacre.
No fue una situación meramente coyuntural. Cuando industriales de diversos tamaños acudían desesperados a pedirle auxilio al entonces ministro nacional de Producción, Francisco “Pancho” Cabrera, recibían como toda respuesta: si no pueden competir, cierren la planta y háganse importadores. El textil Teddy Karagozian, uno de los grandes jugadores del rubro y financista de la campaña electoral de Mauricio Macri en 2015, declaró en 2019: “Con este gobierno hubo un asesinato de empresas”.
En la actualidad, la situación es muy distinta. Alrededor de 300 mil personas, en su mayoría mujeres, trabajan en toda la cadena de las prendas de vestir. Según el último informe estadístico de FISFE, a julio de 2022 había en el país casi 116 mil empleos registrados en el rubro Textiles, Confecciones, Cuero y Calzado, un 8,2% más que el año pasado. En el mismo estudio se indica que la producción del sector en la provincia de Santa Fe tuvo un crecimiento del 7,2% interanual.
No fue magia. La política económica del gobierno de Alberto Fernández cambió drásticamente la mirada sobre la necesidad de desarrollar la industria nacional. La apertura indiscriminada de importaciones, que tornaba inviables especialmente a las pymes dedicadas al mercado interno, viró hacia un esquema de protección y fomento. Los resultados, ciertamente positivos, están a la vista.
Sin embargo, hay algo que está fallando. Y gravemente. De acuerdo al Índice de Precios al Consumidor (IPC) del Instituto Provincial de Estadística y Censos (IPEC), el rubro Indumentaria tuvo un aumento del 6,4% en septiembre, que implica un acumulado del 82,4% en el año. Si se mide respecto del mismo mes de 2021, la suba llega al 110,5%. Eso significa que los incrementos en este sector, que golpean en el bolsillo de las y los consumidores, están 30 puntos por sobre el nivel general de inflación y 20 puntos arriba de cualquier otro segmento medido.
Este fenómeno no es nuevo. Se viene verificando sistemáticamente desde la salida de la cuarentena. No abundan argumentos macroeconómicos que justifiquen semejante asimetría con el resto de los rubros, aún en un marco de inflación desbocada. Se trata, entonces, de la vuelta de un clásico: el Estado bobo. Que protege pero no exige. Que canaliza el esfuerzo social en promover a un sector pero no es capaz de ordenar una retribución acorde. Al que lo agarran de gil, dicho en criollo.
Las decisiones políticas no lo explican todo, pero sí en buena medida, al menos en este caso. Recién ahora, con el ultrapragmático Sergio Massa en el ministerio de Economía, se desliza una advertencia al empresariado textil y afines sobre eventuales aperturas de importaciones en caso de que no haya un sendero de precios menos agresivo. La efectividad de este aviso, filtrado a través de los medios, depende de la existencia real de que la amenaza se concrete. Es decir, que no pase como en otras tantísimas oportunidades en las que se anticipaban sanciones que luego jamás se concretaban. Un ejercicio insólito de autolicuación del poder.
Tal vez el hecho de que Massa sea un dirigente político de enormes ambiciones, cuya carrera está atada a la voluntad del electorado, suponga un cambio en la conducta. Es la diferencia que tiene, por ejemplo, con quien fuera hasta hace poco secretario de Industria de la Nación, Ariel Schale. Ese funcionario tenía como antecedente laboral más cercano haber sido director ejecutivo de la Fundación ProTejer, la institución que expresa los intereses de los más poderosos industriales textiles del país.
En este contexto, en el 58º Coloquio de IDEA desarrollado hace una semana en Mar del Plata, importantes empresarios del país disputaron lugares a codazos para uno de los cónclaves previstos por la organización: un almuerzo con la precandidata presidencial Patricia Bullrich. Allí, según publicó El Diario Ar, “le preguntaron qué postura tenía frente a la apertura de las importaciones y les manifestó su intención de ir hacia la máxima apertura. ‘¿Y las pymes?’, le preguntaron. ‘Que se conviertan en oficinas’, respondió”. La ex militante montonera luego desmintió la versión, pero el relato se ajusta al programa económico que reivindica su fracción política, tanto en el cuadrante cambiemita como en el libertario.
Si el gobierno no cambia su perfil de Estado bobo y los industriales no dejan de tomarlo de gil, la localidad santafesina de Acebal y otras tantísimas zonas de la Argentina estarán, en breve, llenas de oficinas.